domingo, noviembre 05, 2006

PIEL DE FOCA, PIEL DE ALMA

A propósito de nada y de tantas cosas a la vez, Clarissa Pinkola dijo, refieriéndose al cuento Piel de Foca, Piel de Alma (que transcribo) "Tenemos que florecer y nacer siempre que nos apetezca"


Hubo una vez un tiempo ya pasado pero que pronto volverá en que día tras día el cielo era blanco y blanca la nieve... y que cualquier pequeña mota en la distancia era una persona, un perro o un oso.
En esta época, nada pasaba porque sí. El viento soplaba con fuerza de tal forma que las personas llevaban sus parkas y sus botas de piel vuelta. Las palabras se helaban al aire libre y las frases enteras tenían que ser desprendidas de los labios de los que hablaban y calentadas al fuego para que la gente pudiera entender lo que se decía. Vivían en el cabello blanco y abundante de la vieja Annuluk, la vieja abuela, la vieja hechicera, que era la misma Tierra. Y era en esta tierra donde vivía un hombre... un hombre tan solitario que a lo largo de los años las lágrimas habían formado profundos surcos en sus mejillas.
Intentaba sonreír y ser feliz. Cazaba. Ponía trampas y dormía bien. Pero deseaba compañía humana. Cuando salía en su kayak y una foca se acercaba, le venían a la memoria viejas historias de cuando las focas eran humanas, y el único signo de esa época eran sus ojos, que eran capaces de ofrecer esa mirada, esa sabia, salvaje y amorosa mirada. Y entonces él sentía tanta soledad que las lágrimas resbalaban por los profundos surcos de sus mejillas.
Un día estuvo cazando hasta que le envolvió la oscuridad, pero no encontró nada. Y cuando la luna salió en el cielo haciendo relucir los bloques de hielobajo su luz, llegó a una gran roca que sobresalía en el mar, donde su aguda mirada creyó advertir un movimiento muy armonioso.
Se acercó remando suave pero firmemente, y vio que en la cima de la gran roca bailaba un pequeño grupo de mujeres, desnudas como el primer día que yacieron sobre el vientre de su madre.
Bueno, él era un hombre solitario, sin apenas el recuerdo de un amigo humano, así que siguió observando. Las mujeres eran como seres hechos de leche de luna, y su piel estaba salpicada de pequeños lunares plateados, como los del salmón en primavera, y sus manos y pies eran largos y gráciles.

Eran tan hermosas que el hombre seguía estupefacto en el bote, con el agua salpicando y llevándole más y más cerca de la roca. Podía oír las magníficas risas de las mujeres... al menos parecían reír. ¿O era el agua la que se reía contra el borde de la roca? El hombre estaba confuso de tan maravillado. Pero en cierto sentido, la soledad que le había pesado en el pecho como cuero mojado pareció desvanecerse y casi sin pensarlo, saltó a la roca y robó una de las pieles de foca que allí se amontonaban. Se escondió tras un promontorio y puso la piel bajo su parka.
Pronto una de las mujeres habló en una voz que era la más hermosa que él había oído... como las ballenas llamando al amanecer... o no, quizás era más como los lobeznos recién nacidos haciendo piruetas en la primavera... o quizás era algo mejor que eso, pero no importaba porque... ¿qué estaban haciendo las mujeres?
Estaban poniéndose sus pieles y una a una se iban deslizando hacia el mar, parloteando y dando alegres gritos. Todas excepto una. La más alta buscó inútilmente su piel sin que pudiera encontrarla. Sin saber cómo, el hombre se armó de valor y bajó de la roca llamándola:
—Mujer, quiero que seas mi esposa. Yo soy un hombre muy solitario y te necesito.
—No puedo ser tu esposa —le dijo—, porque yo soy de las otras, de las que viven ”temequanek ”, en el fondo.
—Sé mi esposa —insistió el hombre—. Dentro de siete veranos te devolveré tu piel y entonces podrás quedarte o irte, como desees.
La joven mujer-foca le miró largamente con ojos que, si no fuera por su verdadero origen, parecerían humanos. Con pesar le dijo:
—Iré contigo y cuando pasen siete ver anos me dejarás ir.
Al cabo de un tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Ooruk. Y el niño era flexible y gordito. En invierno, la madre le contaba cuentos sobre las criaturas que viven bajo el mar, mientras el padre esculpía en hueso un oso con su largo cuchillo.
Cuando la madre llevaba a Ooruk a la cama señalaba hacia las nubes y las formas que adoptaban a través de la abertura para el humo. Pero en vez de hablarle sobre las formas de cuervos y osos y lobos le contaba historias de morsas, ballenas, focas y salmones... porque esas eran las criaturas que ella conocía.
Pero a medida que pasaba el tiempo, su piel empezó a resecarse, formándose escamas y arrugas. La piel de sus párpados empezó desprenderse. Sus cabellos empezaron a caer y ella iba palideciendo cada vez más mientras intentaba disimular su cada vez más evidente cojera. Sin que ella pudiera evitarlo, sus ojos se volvían cada día más opacos y tenía que extender la mano para identificar el camino, porque su vista se iba nublando.
Una noche Ooruk se despertó gritando y se incoporó en sus pieles de dormir.
Había oído un rugido parecido al del oso, pero comprobó que se trataba de su padre gritándole a su madre. Y también oyó un llanto cristalino que procedía de su madre.
—Escondiste mi piel hace siete largos años y ahora se acerca el octavo invierno y deseo que me devuelvas aquello de lo que estoy hecha —sollozaba la mujerfoca.
—Pero tú, mujer, tú me dejarías si te la devuelvo –reprochaba el marido.
— No sé lo que haría; sólo sé que debo recuperar aquello a lo que pertenezco.
—Entonces me dejarías solo, y dejarías al niño sin madre. Eres mala.
Tras lo cual salió el marido, internándose en la noche oscura.
El chico amaba a su madre y tenía miedo de perderla, por lo que lloró hasta quedar dormido... hasta que le despertó el viento. Un viento extraño que parecía llamarle: “Ooooruk, Oooooruk”.
Saltó de la cama con tanta prisa que se puso la parka del revés y se subió las botas sólo hasta media pierna. Al oír su nombre una y otra vez, se precipitó hacia la noche estrellada.
“Ooooruk”.
El niño se dirigió corriendo al acantilado que se alzaba sobre el agua y allí, en medio del mar embravecido, había una enorme foca plateada, con su gran cabeza, sus bigotes doblados contra el pecho y sus ojos de un amarillo intenso.
“Oooruk”.
El chico bajó por el acantilado y cuando llegó al fondo tropezó con una piedra—no, era un fardo— que se había desprendido de una grieta que había en la roca. Sus cabellos se pegaban a su cara como miles de riendas de hielo.
“Ooooooruk”.
El muchacho desató el fardo y vio que era la piel de foca de su madre. Y a través de la piel podía olerla. Mientras acercaba la piel a su cara y aspiraba su aroma, el alma de ella le atravesaba como una repentina corriente de aire estival.
“¡Oh, madre!”, gritaba con dolor y alegría mientras llevaba la piel de nuevo a la cara y otra vez el alma de su madre traspasaba la suya. “¡Oh, madre!”, repetía una y otra vez, sintiéndose repleto del infinito amor de su madre. Y el viejo foca plateada partió, flotando lentamente sobre el agua.
El chico subió por el acantilado y corrió a casa arrastrando la piel tras él y penetró en casa. Su madre se abrazó a él y a la piel, y cerró los ojos agradecida de que ambos estuvieran a salvo.
Entonces se puso la piel mientras el niño sollozaba: “¡Oh, no, madre!”.
Ella cogió al niño, lo puso bajo el brazo y medio corriendo medio arrastrándose se dirigió hacia el encrespado mar.
— Oh, madre, no me dejes —lloraba Ooruk.
Y estaba claro que ella quería quedarse con el niño, lo deseaba, pero algo la llamaba, algo más antiguo que ella misma, más antiguo que él, más antiguo que el tiempo.
—No, madre, no, no —gritaba el niño. Ella se volvió hacia él con una mirada de intenso amor en los ojos. Tomó la cara del chico entre sus manos y le insufló su aliento en los pulmones, una, dos, tres veces. Luego, llevándole como un valioso fardo bajo el brazo, penetró en el mar, abajo, abajo, muy abajo. La mujer-foca y su hijo podían respirar perfectamente bajo el agua.
Nadaron con fuerza en las profundidades hasta que entraron en la cueva submarina de las focas en la que estaban comiendo y cantando, bailando y hablando, toda clase de criaturas, y la gran foca plateada que había llamado a Ooruk desde el mar en la noche le abrazó y le llamó nieto.
—¿Cómo te ha ido por allí arriba, hija? —preguntó el anciano-foca plateada.
La mujer-foca desvió la mirada y dijo:
—Hice daño a un ser humano... un hombre que se entregó por entero a mí.
Pero yo no puedo volver a él porque me convertiría en una esclava si lo hago.
—¿Y el chico? —preguntó el anciano-foca—. ¿Mi nieto?
Lo dijo con tanto orgullo que hasta le tembló la voz.
—Él tiene que regresar, padre. No puede quedarse. Todavía no es hora de que esté aquí con nosotros —y rompió a llorar. Todos lloraban.
Pasaron algunos días y noches, siete para ser exactos, durante los cuales el cabello y los ojos de la mujer recuperaron su brillo. Adquirió un precioso color oscuro,recuperó la vista, su cuerpo volvió a ser tenso y nadaba con agilidad. Pero llegó la hora de que el chico regresara a tierra. Esa noche, el abuelo foca y la preciosa madre del muchacho nadaron con él en medio de ambos. Subieron y subieron hasta el mundo superior y dejaron con suavidad a Ooruk en la playa pedregosa a la luz de la luna. Su madre le aseguró:
—Siempre estaré contigo, hijo. Sólo tienes que tocar lo que yo he tocado, mis palillos para encender el fuego, mi ulu, mis tallas de piedra, y yo insuflaré en tus pulmones el aire necesario para que cantes tus canciones.
El anciano-foca plateada y su hija besaron al niño muchas veces y por fin se alejaron, se adentraron en el mar y tras una última mirada al muchacho desaparecieronbajo las aguas. Y Ooruk se quedó allí, porque aún no había llegado su hora.
Con el paso del tiempo se convirtió en un maravilloso tocador de tambor y cantante, y también en contador de cuentos. Y la gente asegura que todo esto fue debido a que cuando era niño sobrevivió a los espíritus de la gran foca. Ahora, entre la bruma gris de la mañana se le puede ver a veces arrodillado ante una roca hablando, al parecer, con una mujer-foca que a menudo se acerca a laplaya. Aunque muchos han intentado dar caza a esta mujer, siempre han fracasado.
Se la conoce como Tanqigcaq, la brillante, la sagrada, y se cuenta que, aunque es una foca, sus ojos son capaces de transmitir miradas humanas, esas sabias, salvajes y amorosas miradas humanas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sabes? Lo que más me impresionó de este cuento, fue la relación de la mujer foca con su hijo. Encontré desgarrador el hecho de que ella fuera capaz de desprenderse de él, en pro nosé bien si de su bienestar, o el de ambos. La cuestión es que, sin duda, la identidad de uno mismo, no está definida por las relaciones que se establecen. Especificamente aquellas que tienden a comprometer espacios que antes eran propios y luego se vuelven compartidos. Supongo que frecuentemente uno se olvida de quién es, porque sólo sabe verse con los ojos de otros y no los de uno mismo. El Zen postula que la "personalidad" es un invento que crea tu grupo social para volverte un ser humano útil a los propósitos de tu entorno. Muy por el contrario, la "individualidad" es aquello que somos internamente y que muy a menudo contiene elementos perturbadores para la sociedad y por eso son anulados por el resto. La mujer de la historia, sin duda tenía muy claro lo segundo, pero me cuestino, hasta que punto debe llegar la búsqueda del "uno mismo" si hay otros que salen perjudicados en el proceso? O si todos anduvieramos buscando nuestra verdad interna seríamos todos más felices?
Siento que comienzo a dilucidar la Matrix.... jaja.

clausa dijo...

Es todo un tema lo del límite entre la individualidad y la entrega, sobretodo la entrega que los hijos requieren. Sin embargo hay algo que hace unos días me escuché decir sin haberlo reflexionado antes (suele sucederme) y tenía que ver con que el mejor legado para los hijos es mostrarles que a pesar de todo se puede ser uno mismo y que teniendo personas felices a nuestro alrededor, uno siente que ser feliz es posible. Me da la impresión que eso puede tener sentido, sin embargo no estoy segura que sea fácil de implementar.